Por Erick Rivera Orellana
Recientemente accedí a la lectura de una investigación que realizaron Alberto Romero de Urbiztondo y Keyla Eunice Cáceres de León, ambos activistas de derechos humanos e investigadores académicos, a propósito de la incidencia de grupos de presión conservadores en la visión hegemónica que copa el discurso político y social del país. El estudio se desarrolló de finales de 2018 a inicios de 2019. Es de tipo cualitativo y acude a herramientas de análisis del discurso.
La investigación lleva por nombre “Los que se oponen a los derechos de las mujeres, de la población LGBTI, sexuales y reproductivos”, y está alojada en esta dirección web para el acceso público de lectura: http://agrupacionciudadana.org/download/los-que-se-oponen-a-los-derechos/. Registra, en sus más de 200 páginas, el papel que han jugado actores religiosos, político-partidarios, de organizaciones conservadoras de la sociedad civil, mediáticos, entre otros, en la construcción de narrativas culturales, revestidas, estas últimas, con estamentos morales inconsultos, pero pregonadas como universales –o ‘universalistas’– desde una visión conservadora.
Romero y Cáceres dan cuenta de retrocesos que han ocurrido en desmedro de la consolidación de derechos humanos, motivados por la injerencia de estos grupos que tienen amplia influencia en la vida de los salvadoreños. Un ejemplo, recogido en la investigación, fue lo acontecido en el epílogo de la última década del siglo pasado, cuando la presión eclesial y del statu quo seudomoralista arrodillaron las iniciativas que pujaban por democratizar el tema “aborto”. Así, en esas fechas, se terminó por hacer retroceder al país y nos convertimos en una sociedad con una legislación obtusa y anacrónica sobre este tema.
Pero estos grupos mencionados en la investigación son coherentes con algo que viene sucediendo a nivel internacional. Se trata de movimientos que intentan “preservar” la idea de una familia tradicional que niega la diversidad. Su agenda es rechazar de tajo la sola idea de matrimonio igualitario, los derechos de personas LGBT, y se pasan de largo los avances internacionales en materia de educación sexual y reproductiva, así como también el problema flagrante de violencia física, asesinatos, agresiones y violaciones sexuales que en países como el nuestro sufren más que todo las mujeres, y particularmente las mujeres pobres.
Como bien explicaba Estefanía Vela Barba, abogada especializada en la relación entre el derecho y la sexualidad y columnista de medios como El Universal (México) y el New York Times (Estados Unidos), en su artículo “La verdadera ideología de género”: “Este movimiento [de grupos antiderechos] ha sido entendido como un antagonista de los derechos de las personas LGBT. La realidad, sin embargo, es que sus estrategias y políticas no solo tienen el potencial de afectar a este grupo. Lo que este movimiento busca es reinstaurar, ahí donde se ha debilitado, un orden de género que ha servido históricamente para negarles principalmente a las mujeres una variedad de derechos”.
En ese sentido, y tomando en cuenta la hegemonía de la opinión conservadora en El Salvador, me parece que esta investigación de Romero y Cáceres es necesaria. Se propone como de reflexión en un momento en el que, a nivel internacional, grupos reaccionarios atentan contra cualquier iniciativa reivindicadora de derechos sexuales. Por ejemplo, al manipular palabras y deformar luchas, ha sugerido la existencia de una tal “ideología de género”, y al atribuirle a las luchas de reivindicación una palabra como “ideología”, intentan demeritar el fundamento del progreso que ha supuesto para los derechos de la mujer la lucha de calle, la protesta pluridimensional, la beligerencia política-discursiva y la formalización incluso de estudios y planteamientos académicos sobre el feminismo. Como si la palabra “ideología” tuviera exclusivamente una carga negativa, fomentan la desinformación y le rehúyen a la teorización y a la conformación y contrastación de datos; prefieren las medias verdades, las ideas provocadoras de bullicio mediático, tocan fibras culturales enraizadas en el oscurantismo y la desinformación.
Esta discusión sobre ideología me trae a la mente el texto “Función liberadora de la filosofía” (1985), de Ignacio Ellacuría. Él dice: “Este fenómeno de la ideologización es el realmente peligroso porque está en estrecha conexión con realidades sociales muy configuradoras de las conciencias tanto colectivas como individuales […] Así tenemos que cualquier sistema social o subsistema social busca una legitimación ideológica como parte necesaria de su subsistencia y/o de su buen funcionamiento. Es evidente que cuando ese sistema es injusto o simplemente inerte su aparato ideológico sobrepasa el carácter de ideología para caer en el de ideologización”.
Por ello, estoy seguro, son realmente las visiones conservadoras, hegemónicas y dominantes, en el caso salvadoreño, las que acuden a una ideologización negativa de la realidad. El nuestro es un sistema social injusto, que atropella a las minorías en función de una visión religiosa, conservadora, dominante. Una visión que, por su influencia en el poder político, mediático y social, ha i-de-o-lo-gi-za-do todas las dimensiones de la vida. La investigación de Romero y Cáceres pone en evidencia a estos grupos de poder que me atrevo a llamar “ideologizantes”, su influencia, sus nombres y conexiones. Y aunque no es menester de este comentario sumarse al foco dirigido hacia esos grupos, no está de más atribuirle relevancia al conocimiento de su ADN de parte de la sociedad.
“Para que pueda(n) producirse avances en la aprobación de leyes y políticas públicas que reconozcan y garanticen estos derechos, es importante identificar cuáles son los actores, políticos, sociales y religiosos que se oponen a su avance, cuáles son sus objetivos, su discurso y argumentación, las redes nacionales e internacionales de las que forman parte o reciben asesoría y financiamiento”. La justificación de la investigación, desde esa perspectiva, plantea ponerles nombre y apellido a individuos; hacer notoria la presencia de quienes en la construcción social del discurso público promueven guerrear contra lo que el consenso internacional de las naciones desarrolladas y en vías de desarrollo ha propuesto como progreso. Habrá quien, con razón, también señale que las organizaciones de derechos humanos deberían en esa misma línea transparentarse de cara a la opinión pública. Pero el escenario en el que estas históricamente han trabajado es desfavorable, complejo. La irracionalidad ha buscado siempre silenciarlas.
De interés medular en esta investigación me resultan algunas alusiones directas a actores del Estado en cuanto a la temática de derechos humanos. “La actual directora de la Procuraduría para la Defensa de los Derechos Humanos, Raquel Caballero de Guevara, es una activista antiaborto, que lo proclama desde su cargo y promueve en la institución actividades religiosas conservadoras. Ante los posibles incumplimientos de convenios internacionales suscritos por el Estado de El Salvador, considera que ‘El Salvador es parte de la comunidad internacional, pero se debe respetar nuestra soberanía y el artículo 1 de la Constitución dice que la persona humana es desde el momento de la concepción’”. O el cuestionamiento al respeto de la idea de laicidad del Estado: “Por ello no se garantiza, en muchas ocasiones, el carácter laico del Estado en las instituciones públicas. La Policía Nacional Civil tiene templos de diversas instituciones religiosas en sus instalaciones y paga los salarios de curas castrenses y pastores evangélicos que realizan rituales religiosos en el interior de la institución. Es frecuente la realización de rituales religiosos y la presencia de iglesias en las instituciones públicas de los tres poderes del Estado, invocaciones y procesiones en la Asamblea Legislativa, Fiscalía General de la República, Centro Judicial o Academia Nacional de Seguridad Pública”.
En ese sentido, esta investigación propone un debate que se ha quedado históricamente en el traspatio. Pone sobre la mesa la idea de un contexto desfavorable para la lucha de las organizaciones de la sociedad civil, pero suma, con herramientas de análisis del discurso, potencia a la argumentación.
El trabajo de Romero y Cáceres aún deja pendientes muchos tópicos, algunos de ellos recogidos en las recomendaciones; otros, no. Por ejemplo, la necesidad de fundamentar y sensibilizar sobre la argumentación ética, jurídica, médica y sociológica que da pie a la noción de derechos sexuales y al reconocimiento de poblaciones diversas históricamente ninguneadas y vejadas. Además, adoptar un perfil crítico sobre el quehacer de las organizaciones sociales; algunas de ellas, me parece, más afines al parlanteo, al ruido, al choque que a la discusión crítica. Para ser aún más claro: si el feminismo que abrazan estas organizaciones quiere realmente promover pensamiento crítico, debe acudir al debate serio, en el que, ¿por qué no?, se cuestionen a sí mismas para transformarse continuamente, en lugar de plegarse únicamente a dogmatismos maniqueos.
Publicado en Revista Factum