Su primo la obligó a guardar silencio. Entró al baño mientras ella lavaba. Ese baño, de esa antigua casa, tenía una pila adentro en la que ella aprendía a lavar. Ahí estaba ella cuando él entró. Le dijo que se quedara callada. De repente escucharon que la abuela y la mamá la buscaban. Ella estaba petrificada, tenía seis años. Él, quien ya tenía 15 años, respondió: “Acá está, en la ducha”. Ella recibió una tunda. Su abuela y su mamá la castigaron delante de él. Le halaron el cabello y le pegaron. Para ella —26 años después— esa acción fue la puerta abierta para que él empezara a acosarla. Desde ese día, él le mostraba el pene cada vez que podía y la rozaba “hasta que logró lo que quería”.
Esperanza —quien no se llama así, pero debo proteger su identidad— me cuenta su historia por el chat de WhatsApp. Ella acaba de leer mi artículo de opinión llamado “Respeten mi derecho a decidir”. Me dice que es muy triste leerme. “Me sentí con valor de contárselo porque así como usted y yo, habemos muchas. Es bien difícil contarlo. Una tiene miedo a ser juzgada o criticada y que digan que fue tu culpa”.
Sí, en efecto somos muchas. Desde esa publicación, las historias que me han compartido cada vez son más. Y no van a parar. Sé que no van a parar. Mi idea de romper el silencio y “exponerme”, como otras personas me han dicho, fue precisamente para que todas soltemos el miedo y la culpa. Una culpa que no nos pertenece y con la que no deberíamos de cargar. Para eso estudié periodismo, para contar historias e intentar que la realidad nos golpee tanto hasta que las cosas cambien. Pues bien, seguiré aprovechando este espacio que me han otorgado para continuar con este proyecto: Las sobrevivientes.
Hoy es el turno de Esperanza.
Su historia es fuerte. Asquea. Asquea lo que vivió durante cinco meses. “La ofensiva hasta el tope” arreciaba. En noviembre de 1989 su infancia se quebraría. A sus primos les botaron la casa y se fueron a vivir a casa de su abuela. Allá vivían las dos familias, en la casa de la abuela. El primero en violarla fue su primo, de 15 años. Luego él se turnó con su hermano, quien era un año menor que él. A ella le tapaban la boca y la amenazaban. Ella se callaba porque creía que tenía la culpa. Así la habían educado su mamá y su abuela desde que ella era pequeña. “Mi abuela creía que era una la que provocaba”. Su mamá también era del pensamiento de que la mujer se busca las cosas que le pasan. Fue un problema de educación y de machismo lo que le impidió acudir y confiar en quienes debía hacerlo. “Uno se las calla porque una es la culpable. Me dolió y me duele más que estuve sola con todo eso. Hubiese querido encontrar en mi mamá una amiga, una protección, no una inquisidora”.
La historia de Esperanza entra en las cifras negras, oscuras u ocultas de la violencia sexual. Una de las psicólogas con quien comenté este caso me explicó que una persona víctima de violencia sexual durante su infancia puede aprender a vivir con eso, pero debería recibir un tratamiento. Esperanza no lo ha recibido. Ahora que es madre, ella explica a su hija de tres años y cinco meses que nadie la puede tocar: ni su papá ni sus tíos ni nadie. Le habla, le da confianza e intenta enseñarle desde ya la diferencia entre el acercamiento correcto e incorrecto de un hombre hacia ella. Desde ya, le explica cuáles son sus derechos e intenta romper con la nefasta idea de que las niñas y mujeres “se buscan las cosas malas que les pasan”. “Por busconas”, como a ella le enseñaron. Por vestirse o comportarse de equis manera.
Esperanza es consciente de que su hija tiene los mismos derechos y deberes que todas las personas. Sabe que es necesario educar a los hombres para que respeten y no a las mujeres para que se cuiden. Esperanza ya firmó mi solicitud de firmar la petición de una legislación por la salud y la vida de las mujeres que busca despenalizar cuatro causales de aborto relacionadas con la violencia sexual y con la salud. Ella, al igual que yo, está convencida de que el Estado debe permitir la interrupción del embarazo cuando una menor de edad o mujer es víctima de violencia sexual. Yo estoy convencida de que la clave está también en la reeducación de hombres y mujeres y en la correcta educación desde la niñez.
Asimismo, pienso que las autoridades deben propiciar la confianza a las víctimas para que denuncien sin que las revictimicen. El texto de María Luz Nóchez y Laura Aguirre, publicado en El Faro nos da una bofetada. O debería de dársela a las autoridades. Ni El Salvador ni otro país del mundo debe ni puede considerarse “un paraíso para los violadores de menores”. Estoy convencida de que cuando alguien pone una denuncia por violencia sexual, el sistema de justicia debe actuar de una manera coherente, al igual que el sistema de salud, porque el embarazo, cuando se da en esas condiciones, es una dolorosa prueba de algo que no debió pasarle a nadie. Y el Estado y la familia deben de garantizar que nadie pase por esto.
por Metzi Rosales el 3 Abril, 2017
Publicado en Revista Factum