Beatriz murió hace dos días en circunstancias poco claras luego de un accidente de tránsito y de su estancia hospitalaria en el sistema público; sin embargo, ella ya había muerto, no una, sino varias veces. La había matado, en principio, el Estado salvadoreño desde lo profundo de su esencia machista. La hizo caer, la torturó, la miró a la cara y le exigía que cumpliera una ley obtusa, cruel, a costa de su propia vida. Le reclamaba derechos futuros de un ser sin cerebro que llevaba en su vientre y que no podría ser nunca un ser humano, y lo hacía a sabiendas de estarle arrebatando sus propios derechos humanos y sus derechos morales. Beatriz quería vivir, el Estado quería que cumpliera la ley. Y mientras, todos mirábamos el espectáculo; algunos solo para condolernos en nuestra pereza ciudadana y otros para escupir, furibundos, condenas sociales, conservadoras, religiosas, mezquinas. Todos matamos a Beatriz.
Si el caso de esta mujer pobre y lo cavernícola de nuestras leyes no nos llamaron a la movilización general, es normal que cunda la desesperanza. Si un país asiste a un reality tan macabro en el que una enferma de lupus y con problemas renales graves lucha por su vida ante la indolencia de jueces, poderes fácticos y una diversidad de actores del Estado, si un país ve cómo la injusticia le arranca la vida a una de sus hijas, y calla, y se cierra la boca, y mira para otro lado, ¿dónde se puede encontrar la esperanza?
En 2013, una tortura de 81 días contra Beatriz puso en evidencia nuestro ADN de violencia. Actuamos con violencia aun sin saberlo, sin entenderlo o sin que nos importe. No nos interesa saber ni siquiera por qué una mujer va o podría ir a la cárcel más allá de la lógica, de la razón e incluso de la legitimidad de su derecho a la vida. Beatriz llegó a declarar: “Si él [su hijo] viniera bien, yo me arriesgaría la vida a tenerlo así como tuve el primero”. Pero ni estas palabras ni la pujanza de algunas organizaciones que la acompañaron pudieron contra una sentencia de la Sala de lo Constitucional que, aunque se revistió de grandilocuencia, tiene joyas como “el derecho interno e internacional y la jurisprudencia de la Sala y de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, han positivado y desarrollado los derechos fundamentales que están en juego en el proceso de amparo, referidos no solo a la madre sino también al ser humano que está por nacer —nasciturus—, ya que ambos son sujetos de derechos, y por lo tanto, gozan de protección especial”, olvidando u obviando que, al hacer que Beatriz caminara por ese suelo de espinas e inmundicias legalistas, la convertían poco a poco en alguien sin derecho a decidir, a luchar, una persona sin derechos morales. ¿De qué protección especial hablan? ¿Quién protegió a Beatriz? Los médicos lo tenía claro desde el principio, pero temían ir a la cárcel. Los magistrados del suprapoder constitucionalista buscaron justificantes en Medicina Legal, entidad por demás cuestionable en su papel respecto del tema aborto (recordemos el caso María Teresa Rivera), transfirieron responsabilidades y al final se fueron contra las voces nacionales e internacionales que gritaban por Beatriz. No la dejaron proceder con un aborto necesario para su vida.
Al parecer, el Estado salvadoreño y sus leyes prevén la posible colisión de los derechos de las madres y los derechos de sus hijos mientras están embarazadas y surjan casos como el de Beatriz, pero pese a ello, se aparta, se desentiende y hasta arranca la vida de las mujeres pobres, obligadas a no decidir y a ser torturadas por el sistema. No hay protección del Estado. Hay abandono del Estado.
El caso de Beatriz pasará a la historia como un emblema de legalismo rácano que nos puso, una vez más, ante los ojos del mundo como una nación que actúa con vileza. Años después, y más allá de su muerte, parece que la inercia nos ha llevado una vez más a la nada, y que, como Beatriz, otras mujeres seguirán viviendo el tormento de ser salvadoreñas.
Días después de la sentencia de la Sala de lo Constitucional que le denegó a Beatriz poder abortar y de las posteriores medidas que, a consecuencia de esa sentencia y del caso en general, dictara la Comisión Interamericana de Derechos Humanos para que se le garantizase a ella el derecho a la vida, Beatriz fue sometida a una cesárea. Su hija nació viva, pero sin cerebro, tal como habían determinado las pruebas al feto. Unas cinco horas después, murió, como también era esperado. ¿Ese fue el fin de la tortura? Desde luego que no. Habría que preguntarse qué secuelas físicas y psicológicas quedaron en Beatriz.
¿Cómo perdonar, pues, cómo seguir con la vida a cuestas, con las rutinas, con las cicatrices en el alma, cómo continuar de pie por la familia, por su otro hijo? ¿Cómo le hiciste, Beatriz? ¿Cómo?
Beatriz está muerta. Pero ya la habíamos matado.
Que descanse en paz.
Escrito por: Erick Abdul Rivera
Publicado en Diario la Huella