Oswaldo Feusier (*)
A través de múltiples medios, hemos conocido el movimiento “una flor por la diecisiete”, impulsado por organizaciones no gubernamentales y asociaciones feministas. El movimiento, busca impulsar procedimientos de indulto a favor de uno de muchos sub-productos de nuestra regulación penal del aborto: Diecisiete mujeres condenadas por hechos relacionados a la interrupción del embarazo, cuyas sanciones andan entre treinta a cincuenta años de prisión, la más alta que actualmente conoce el código penal.
Como es natural, la campaña ha desatado variadas reacciones en las redes sociales, destacando quienes la ven con indiferencia y apatía, hasta llegar a la intolerancia, encontrándose comentarios que incluso justifican la prisión pues “si están allí, es porque se lo merecen”. Para este segmento de la población, es imposible que tantas mujeres hayan sido encarceladas injustamente, o bien, tengamos un sistema legal con tantos y tan crasos errores.
Más allá de lo anterior, es difícil resistir la tentación de condenar nuevamente a las diecisiete, así como condenamos cualquier otro tema que se relacione con la palabra “aborto”, una malvada expresión que desde pulpitos y escritos llenos de santurronería, nos han enseñado a repudiar casi de inmediato, sin reflexión o vacilación alguna, pues dudar en este punto, es equivalente a pecar, o bien “abortar en complicidad”.
Condenar es siempre un ejercicio sencillo, no supone significativo esfuerzo o cansancio mental. Condenar es más fácil que recordar, y nadie quiere recordar a Sonia Tabora o Karina Clímaco, condenadas ambas a treinta años de prisión, separadas de su familia y amigos, siendo liberadas siete años después, dado que las condenas se basaban en sendos errores judiciales.
Condenar es más fácil que reflexionar, y nadie le interesa reflexionar lo que paso a “Beatriz”, joven de 22 años, madre de una criatura, y con un embarazo de un feto anencefalo que agravaba su lupus eritematoso sistémico, situación en la que los doctores tenían claro qué hacer, pero no lo hicieron por un mayor temor a la prisión, que lo que sucediese a su paciente. Beatriz esperó casi dos meses para que cuatro magistrados dijesen lo que todos conocían: “Los doctores saben qué hacer, que lo hagan bajo su propio riesgo”.
Condenar es más fácil que cuestionar, y nadie le interesa cuestionar una ley que solo se sostiene por prurito moral o conveniencia electoral, una ley que solo se aplica en menos del 1% de los casos, un destilado conformado por las mujeres más pobres, mas jóvenes, menos educadas, y por ende, las más vulnerables de todas, dejando sus generosas sobras que se estiman en decenas de miles, en manos de un mercado negro donde la infección, la lesión, e incluso la muerte, son riesgos aceptables del “producto que se vende”.
A nadie le interesa recordar, reflexionar o cuestionar, sobre todo cuando estas tres actividades nos arrebatan la solvencia moral de “creer estar en lo correcto”, aun cuando esto que nos han vendido como “correcto”, suena tan poco práctico, irracional, e incluso injusto. Por eso es tan fácil condenar a las 17.
(*) Facilitador Universitario y colaborador de ContraPunto