Julia Evelyn Martínez (*)
SAN SALVADOR – Cada 28 de mayo se conmemora a nivel mundial el Día de Acción por la Salud de las Mujeres, que coincide con el mes en que se celebra el Día de las Madres en la mayoría de países de Iberoamérica. Sin embargo, es curioso constatar como año tras año, en nuestro país se monta toda una parafernalia en torno al Día de la Madre mientras se pasa desapercibido el tema de la salud de las mujeres madres.
En el fondo parece que en la sociedad salvadoreña prevalece una visión mítica y/o heroica sobre la maternidad, en donde no hay espacio para reconocer que las mujeres durante la gestación, el alumbramiento y el puerperio, necesitan no solo de cuidados de salud reproductiva sino también de una protección especial del Estado en materia de empleo, ingresos y de apoyo a las tareas del cuidado. Da la impresión que en el imaginario colectivo predomina la idea que la maternidad es una especie de milagro que garantiza automáticamente las mujeres una vida digna, plena y feliz por el simple hecho de ser madres. Nada más alejado de la realidad.
Las mujeres que hemos sido madres, sabemos muy bien que la maternidad no tiene nada de misterioso, milagroso o de sobrenatural, y que en tanto proceso biológico, psicológico y social, entraña riesgos para la salud de las mujeres, que en algunos casos incluyen el riesgo de muerte. De acuerdo a la Organización Mundial de la Salud (OMS) cada día mueren unas 1000 mujeres en el mundo por causas prevenibles relacionadas con el embarazo y el parto, 99 % de estas muertes corresponde a los países en desarrollo, principalmente de mujeres pobres, rurales y adolecentes de bajo nivel de escolaridad.
Sin embargo, ninguna mujer está exenta de estos riesgos. La línea divisoria entre las mujeres madres que viven y las que mueren está determinada por las diferencias en las condiciones económicas, sociales y culturales de las mujeres entre países y al interior de los países. En un extremo están las mujeres que tienen garantizado el acceso a una oferta adecuada de servicios de salud reproductiva, ya sea porque tienen los medios económicos personales que les permiten financiar este acceso y/o porque viven en sociedades que garantizan la vigencia universal de los derechos sexuales y reproductivos de sus miembro; mientras que el otro extremo, se encuentran las mujeres a las que les son negados esos derechos por razones económicas, jurídicas y/o religiosas.
En mi caso personal, entre mi primer y segundo alumbramiento, tuve un caso de embarazo ectópico (ovulo fertilizado que no pudo completar su ruta hacia el útero y terminó anidándose en las trompas de Falopio) que representó un riesgo de salud . El diagnóstico y pronóstico del equipo de médicos que atendió mi caso en un hospital privado de la capital fue taxativo: tenemos que proceder de inmediato a una extirpación quirúrgica, antes que provoque una hemorragia que no podremos detener. Para mi fortuna, en ese entonces la interrupción de embarazos por motivos de salud de la madre no estaba prohibido en El Salvador, y a nadie del personal médico que me atendió en esa ocasión, se le ocurrió invocar alguna “objeción de conciencia” para negarse a brindarme el tratamiento de salud que necesitaba. Gracias a la amplia cobertura de mi seguro médico y a los cuidados especializados recibidos, puede retomar el cuidado de mi hijo de dos años y recuperar mi capacidad reproductiva. Pocos años después nació mi segundo hijo y luego mi hija.
Rememorando estos hechos, no puedo menos que agradecer al destino el haber podido ejercer en mi juventud, sin ningún tipo de restricción, mi derecho a la salud reproductiva y mi derecho a la vida. De vez en cuando imagino cual hubiera sido la suerte de mi hijo de apenas dos años de edad, si yo hubiera muerto por falta de asistencia médica o me hubieran obligado a separarme de él para encarcelarme por haber consentido en la interrupción de un embarazo ectópico.
Pese a todo lo que debo agradecer, me niego sin embargo a celebrar el Día de las Madres mientras existan en nuestro país mujeres (que pueden ser nuestras hermanas, hijas, sobrinas, nietas, vecinas..) que tengan que enfrentarse a una situación de salud parecida a la mía, y que a diferencia de mi caso, se vean en la disyuntiva de decidir entre morir de una hemorragia o purgar entre 7 y 10 años de cárcel por practicarse un aborto terapéutico.
No tiene sentido una celebración a la maternidad en abstracto, mientras cientos de niñas y adolecentes ven en el suicido como la única salida para solucionar un embarazo impuesto por violación o estupro, ante la indiferencia de la sociedad y la complicidad de las políticas públicas, que se mantienen como rehenes de un puñado de fanáticos religiosos y de charlatanes, que en nombre de sus dogmas de fe, se han atribuido la potestad de decidir sobre la vida y la muerte de las mujeres.
Una de las víctimas de este fanatismo fue Manuela, una humilde mujer de una de las zonas rurales más pobres del departamento de Morazán, que después de ser llevada en estado de inconciencia a un hospital de la red pública por una hemorragia causada por un aborto espontáneo, fue denunciada por el personal médico de dicho hospital por sospechas de haberse practicado un aborto inducido. Pese a su delicado estado salud Manuela fue esposada a la cama de hospital, interrogada y acusada de homicidio por la Fiscalía. Tal como consta en los archivos del caso, Manuela se convirtió en culpable ante la fiscalía y la sociedad, tan pronto se conoció que su embarazo era “fruto de una infidelidad”, lo que la convirtió antes de ser juzgada en culpable de homicidio premeditado, porque en el criterio patriarcal que impregna en el sistema de justicia del país , una “mujer adúltera” tiene que se por definición una mujer que está dispuesta a practicarse un aborto.
A partir de este “pecado” el sistema judicial y el sistema de salud negaron a Manuela su derecho a tener derechos. Manuela nunca pudo hablar con el defensor público que se le había asignado, no tuvo la oportunidad de pronunciarse en su propia defensa, y se le negó su derecho a apelar la decisión del juez que la condenó a 30 años de prisión por homicidio agravado contra un feto. En la sentencia condenatoria emitida se asume la culpabilidad de Manuela debido que aun cuando se hubiera desmayado después de la expulsión del feto, “su instinto maternal debió haber prevalecido” y “ella debió haber protegido al feto”.
Manuela fue separada de sus dos hijos menores y conducida a prisión, en donde meses después se descubrió que padecía un linfoma de Hodgkin avanzado, un cáncer linfático que tuvo relación directa con el aborto espontáneo por el cual fue condenada penalmente. Nunca recibió tratamiento adecuado para su enfermedad, y cuando finalmente recibió quimioterapia, no recibió el tratamiento completo que requería, y tuvo que soportar los efectos secundarios de la quimio en la cárcel, en condiciones no higiénicas, hacinada con cientos de otras reclusas y soportando extremas temperaturas.
Manuela finalmente perdió su batalla contra el cáncer y murió en prisión en el año 2010, dejando huérfanos a sus dos pequeños hijos. Su enfermedad pudo haberse detectado a tiempo, si hubiera recibido una adecuada atención médica prenatal, y si el personal médico que la atendió el día de la emergencia le hubiese prestado atención a su estado de salud, en lugar de preocuparse únicamente por encarcelarla. Su caso se encuentra en este momento pendiente de ser admitido en la Corte Interamericana de Derechos Humanos, para que otras mujeres y otras familias no tengan nunca más que pasar por este calvario.
En su obra “El arte de Amar”(1956), Eric Fromm plantea que el verdadero amor maternal es aquel que es capaz de superar el egoísmo del amor exclusivo por los hijos propios, y de trascender a la necesidad de amar a los hijos e hijas de todas las madres del mundo, en especial de quienes tienen más necesidad de cuidado y protección. Dediquemos este 10 de mayo al recuerdo de Manuela y contribuyamos en la medida de nuestras posibilidades a la campaña de solidaridad con los hijos y familia de Manuela, para que su dolor y su luto puedan llevarlos con la dignidad humana que les es innata. Los hijos de Manuela podrían ser nuestros hijos, nuestros nietos, nuestros sobrinos. Encendamos este 10 de mayo una vela en memoria de Manuela, y unámonos en voluntades, sentimientos y acciones al trabajo del Movimiento por la Interrupción Legal del Embarazo por Razones de Salud (MILES). Podemos ser MILES apoyando el derecho a la salud y a la vida de las mujeres salvadoreñas.
(*) Columnista de ContraPunto